15 de junio de 2022
La actual guerra en Ucrania es la consecuencia de la decisión estratégica que tomó Estados Unidos cuando Gorbachov disolvió la Unión Soviética. Después de cuarenta años de guerra fría, Washington tenía ante sí dos opciones: cambiar la mentalidad y tratar de incorporar a Rusia a Occidente o, por el contrario, continuar con el marco vigente durante cuatro décadas, declararse vencedor de la contienda y proceder a expoliar sus inconmensurables riquezas. Haciendo caso omiso a sus propios expertos en geopolítica, que aconsejaban integrar a Rusia de algún modo a la esfera occidental, y advertían contra la tentación de humillarla, (y siguen haciéndolo, como Kissinger recientemente en Davos), Estados Unidos optó por colocarse los laureles de ganador de la fría contienda e ir no sólo a por Rusia, sino a por todo el planeta.
En papel mojado quedaron las promesas hechas a Gorbachov por parte de los líderes occidentales de que la OTAN no se expandiría “ni una pulgada” hacia el Este si la URSS consentía la unificación de Alemania. En papel mojado quedó también la “Carta de París para la nueva Europa”, firmada por Estados Unidos, la URSS, Canadá y los jefes de Estado europeos, que proclamaba el arrumbamiento de la dinámica de bloques de la guerra fría y el fin de la división de Europa que trajo el telón de acero. En papel mojado quedaron pactos y promesas, porque su cumplimiento hubiera significado la renuncia de Estados Unidos a convertirse en la potencia hegemónica del mundo. ¿Por qué se hicieron esas promesas y se firmaron esos pactos? Porque si existe una palabra para definir la política de Estados Unidos, esa es la hipocresía.
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