30 de marzo de 2022
En su discurso en Polonia el pasado sábado, Joe Biden se salió del guion al final y soltó que “este hombre no puede permanecer en el poder”, refiriéndose a Vladimir Putin. Aunque horas después funcionarios de la Casa Blanca quisieron matizar sus palabras, afirmando que en realidad lo que el presidente quiso decir era que “no se puede permitir que Putin ejerza el poder sobre sus vecinos o la región. No estaba hablando del poder de Putin en Rusia, ni del cambio de régimen» y el propio secretario de Estado, Antony Blinken, subrayara al día siguiente que Estados Unidos no persigue un “cambio de régimen en Rusia, ni en ninguna otra parte”, lo cierto es que las palabras que Biden han despertado críticas tanto en el interior de Estados Unidos, como entre sus aliados, según The Hill y The Wall Street Journal.
En su reunión en Bruselas con Ursula von der Leyen, Joe Biden también habló con sinceridad: “Señora presidenta, sé que eliminar el gas de Rusia tendrá costes para la UE. Pero no solo es la acción correcta a tomar desde el punto de vista moral. [También] nos va a colocar en una mejor posición estratégica”. Después de haber firmado un acuerdo con la Unión Europea, merced al cual Estados Unidos se ha comprometido a incrementar un 68% las exportaciones de gas a la UE, a un precio superior en un 40% al gas ruso a día de hoy, no entendemos por qué sonreía tanto Ursula von der Leyen, aunque sí está claro por qué lo hacía Biden.
Después de un mes de guerra, si no contamos los 8 años que el gobierno de Ucrania estuvo bombardeando el Donbass, provocando 14.000 víctimas mortales, el objetivo de las sanciones a Rusia está quedando meridianamente claro. A Biden se le escapó que el objetivo es deponer a Putin, para colocar en su lugar un gobierno afín a los intereses de Washington y, de paso, debilitar económicamente también a la Unión Europea, cuyos máximos dirigentes han abrazado con entusiasmo la política de sanciones a Rusia, a sabiendas de los estragos que va a causar en la población europea. Tras asistir a una reunión de la OTAN en Bruselas, el propio Biden reconocía que habrá “escasez de comida” a causa de las sanciones. Esto no ha hecho más que empezar…
Por otra parte, las alusiones a la moralidad hay que situarlas en ese marco que los Estados Unidos y los medios de comunicación masiva están construyendo para justificar las sanciones a Rusia y el envío de armamento a Ucrania: nos están queriendo vender que la guerra proxy que libran los bloques de la guerra fría en realidad se trata de una batalla entre los valores de las democracias occidentales, moralmente superiores, y la falta de estos, propios de una autocracia, la de Putin.
Este marco se cae por su peso, a poco que analicemos la historia de Estados Unidos. Desde que la CIA organizara con éxito su primer golpe de estado en Guatemala, que derrocó a Jacobo Arbenz, en 1954, porque sus planes de reforma agraria no gustaron a la United Fruit Company, pasando por la “Operación Ruina” para derribar a Salvador Allende, hasta llegar a sus últimas actuaciones en Yugoslavia, Irak, Siria, Libia y Afganistán, resulta palmario que Estados Unidos no se halla en posición alguna de dar lecciones de moralidad a nadie. Sus supuestos esfuerzos por “promover la democracia” no casan con los golpes de estado para derribar gobiernos electos y sustituirlos por dictaduras militares (Guatemala, Chile, Argentina, Bolivia, Brasil, Persia, etc.), ni su apoyo a regímenes que nada tienen que ver con el patrón de las democracias occidentales.
Henry Kissinger, secretario de Estado de EE.UU., se reúne con Augusto Pinochet en 1976. Ilustración: Wikipedia.
Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos, recibe en la Casa Blanca a Jorge Rafael Videla, dictador argentino, en 1977. Ilustración: Infobae.com.
En geopolítica no hay valores, hay intereses económicos y relaciones de poder, lo demás son cuentos. Aquí está para demostrarlo este reciente tuit de Antony Blinken, reunido con la flor y nata de los regímenes democráticos del norte de África y de Oriente Medio.
I participated in Negev Summit, joined by my counterparts from Israel, Bahrain, Egypt, Morocco, and the UAE. This was a historic meeting, building on the promise of earlier peace agreements and Abraham Accords. I look forward to deepening and expanding the circle of friendship. pic.twitter.com/kQf3dPHZrl
— Secretary Antony Blinken (@SecBlinken) March 28, 2022
Los esfuerzos de Estados Unidos por instaurar democracias por el mundo parecen ser muy selectivos. Los medios de comunicación que jalean dicha tarea también lo son. ¿Alguien ha escuchado alguna vez a un funcionario estadounidense, o a algún tertuliano televisivo, reclamando democracia para Arabia Saudí, o proponiendo sanciones por los siete años que lleva bombardeando Yemen? Por si quedaba alguna duda de qué va la guerra en Ucrania, el propio Joe Biden lo aclaraba recientemente: “Va a haber un nuevo orden mundial y EE.UU. tiene que liderarlo”. Que nosotros sepamos, no ha habido ningunas elecciones en este planeta para decidir que Estados Unidos tenga que ser el líder mundial.
Volviendo al panorama que se presenta para la ciudadanía de la Unión Europea por las consecuencias de la guerra y de las sanciones a Rusia, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, declaraba en una reciente entrevista radiofónica: «Quiero poner en marcha un [sistema] de cupones de alimentos para ayudar a los hogares más modestos y a la clase media que enfrentan estos costos adicionales». Los costos adicionales a los que se refería Macron vienen derivados de una mezcla de factores que están disparando la inflación a niveles no vistos desde hace décadas. El proceso inflacionario ya estaba en marcha antes de la invasión rusa de Ucrania. Los efectos de la pandemia de Covid-19 ya fueron devastadores en la cadena de distribución de este mundo globalizado, donde se da una división internacional del trabajo.
Los cuellos de botella en la distribución y los problemas para volver a ajustar la producción a la demanda, entre otros factores, nos trajeron la inflación, un fenómeno anterior a la invasión rusa. En el Estado Español, la inflación en diciembre de 2021 ya cerró en el 6,5%, la tasa más alta de los últimos 29 años. En la eurozona, la inflación acabó el año pasado en el 5%, lo que supone el mayor encarecimiento de los precios en toda la serie histórica. En Estados Unidos, el año 2021 acabó con la inflación en el 7%, el mayor incremento desde 1982. El precio del petróleo ya había subido un 50% entre mediados de 2020 y finales de 2021, pasando de 40 a 80 dólares el barril, antes de que Rusia atacara Ucrania.
El año pasado, los salarios en España subieron un 1,5%, sólo la mitad de lo que lo hizo la inflación. Es en este contexto, de merma de la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora, en el que los dirigentes de la Unión Europea y los burócratas de Bruselas deciden adherirse a la política de sanciones económicas contra Rusia, impulsadas desde el otro lado del Atlántico, con un manifiesto desprecio por los efectos que dichas sanciones están teniendo ya sobre la ciudadanía europea.
El vicepresidente de la Comisión Europea, Valdis Dombrovskis, declaraba recientemente que «Las sanciones tendrán un impacto inmediato en nuestra economía. (…) El crecimiento se verá afectado. Veremos un impacto en los precios de la energía y las cadenas de suministro, incluidas las materias primas. La confianza se verá afectada. También habrá costos fiscales directos. (…) Por lo tanto, estaremos en un entorno de precios altos y alta inflación más tiempo del que pensábamos originalmente”.
El jefe del Deutsche Bank, Christian Sewing, advertía en una reciente entrevista que, antes de plantearse un endurecimiento de las sanciones a Rusia, habría que darle un tiempo a las ya implementadas, para comprobar su efectividad. Además, Sewing se muestra contrario a cerrar el gasoducto Nord Stream 1, en funcionamiento desde 2011.
Después de haber dejado de comprar gas, petróleo y carbón rusos, Estados Unidos pretende que la Unión Europea siga el mismo camino. Sin embargo, existen enormes diferencias entre ambos actores. Estados Unidos se ha convertido en el primer exportador mundial de gas, desbancando a Qatar de ese puesto gracias a la técnica del “fracking”, o fracturación hidráulica. Por el contrario, la Unión Europea importa prácticamente todo el gas que consume, siendo tres los principales suministradores: Rusia, Noruega y Argelia. En 2019, el 60% de la energía consumida en la Unión Europea dependía de importaciones. Sin embargo, Estados Unidos es un exportador neto de energía desde 2019. Para resumir la jugada: alguien que vende gas (Estados Unidos) le pide a otro que lo compra (Unión Europea) que se lo compre a él, que está más lejos, en vez de a otro que está más cerca (Rusia). Eso sí, un 40% más caro, porque hay que traerlo en barco, en estado líquido, a 160 grados bajo cero, para después descargarlo y subirle la temperatura para volver a transformarlo en gas. Tanto sus costes de extracción como los de procesamiento son más altos. De ecología ya ni hablamos.
Además, la Unión Europea tendrá que hacer frente a los costes de construir la logística necesaria para sustituir el gas ruso, que ya cuenta con una red de gasoductos en funcionamiento, por el gas natural licuado (GNL) estadounidense. Habría que construir, en primer lugar, plantas de regasificación. Actualmente, con sólo 7 plantas, España alberga el 25% de las existentes en la Unión Europea, lo que significa que hay pocas. Esto tiene toda la lógica del mundo, dado que la mayoría del gas viene desde Rusia al resto de Europa a través de gasoductos, desde hace 50 años, a pesar de los intentos de Estados Unidos de evitar dicho aprovisionamiento.
A finales de la década de los 50, la República Federal de Alemania y la URSS establecieron relaciones diplomáticas. Ambos países estaban interesados en lo que el otro podía ofrecerle: Alemania necesitaba gas, y Rusia, tuberías. El primer acuerdo de gas a cambio de tuberías fracasó porque el gobierno de Estados Unidos, entonces bajo la presidencia de Kennedy, consiguió imponer, a través de la OTAN, un embargo a las exportaciones de tuberías desde Alemania a la URSS. De hecho, Alemania había empezado a suministrar tuberías para el oleoducto Druzhba (Amistad, en ruso), entonces el más largo del mundo, que unía Rusia con gran parte de Europa del Este, y había entrado en funcionamiento en 1964.
Sin embargo, la llegada de Willy Brandt al gobierno alemán y su ostpolitik consiguieron que el acuerdo gas por tuberías cuajara en los años 70. Primero, con la extensión del gasoducto Soyuz hasta Baviera y, posteriormente, pagando el gas ruso con exportaciones de tubos de acero. En 1973, el gas ruso comenzó a llegar a la República Federal de Alemania, lo que significó el establecimiento de una base para la cooperación económica entre Rusia y Europa occidental. Como quiera que eso es precisamente lo que Estados Unidos quiere evitar a toda costa, en los años 80 Ronald Reagan intentó convencer a la RFA para que dejara de importar gas ruso, aunque sus intentos fracasaron, debido a que tanto Alemania Occidental como la URSS consideraban la relación comercial muy beneficiosa para ambos.
Coincidiendo con la invasión rusa de Ucrania, y las subsiguientes sanciones impulsadas por Estados Unidos, los medios de comunicación de masas están repitiendo a coro un nuevo mantra: “hay que acabar con la dependencia del gas ruso”. Y para acabar con dicha dependencia “Estados Unidos sale al rescate de la Unión Europea”, titulan bastantes medios, como si fueran a regalarnos el gas, cuando nos lo están cobrando un 40% más caro que Rusia.
En primer lugar, denominar “dependencia” a unos acuerdos comerciales ventajosos para la Unión Europea significa encuadrar dichos pactos en un marco con claras resonancias negativas. Como de lo que se trata es de sustituir unos acuerdos ventajosos por otros que lo son mucho menos, es necesario comenzar a manufacturar el consentimiento de la ciudadanía para un cambio de paradigma, que la clase trabajadora va a pagar de su bolsillo. Porque lo que ha firmado la Unión Europea es un acuerdo para sustituir la “dependencia” del gas ruso, más barato, por la dependencia del estadounidense, más caro. De entrada, el suministro de GNL desde el otro lado del Atlántico no cubrirá, ni de lejos, las necesidades de la Unión Europea, por lo que o bien seguiremos comprando gas a Rusia, o nuestras necesidades no podrán ser cubiertas por otros productores, que ya han declarado que no tienen capacidad para sustituir las importaciones de gas ruso.
Por último, el supuesto objetivo de las sanciones, forzar a Rusia a detener la guerra en Ucrania, suena bastante utópico, en el mejor de los casos. China, India, Pakistán, Brasil, Argentina, México, Emiratos Árabes Unidos, Sudáfrica, Turquía, Venezuela, Egipto, Serbia, Bosnia Herzegovina, Siria, Bielorrusia, Cuba, Georgia, Myanmar… la lista de países que ya han rechazado sumarse a la política impulsada por Estados Unidos deja a Rusia un amplio espacio político y comercial como para pensar que Vladimir Putin vaya a salir corriendo de Ucrania sin haber conseguido sus objetivos, empujado por las sanciones.
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